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“Viéndole las orejas al lobo”

 
 

Luis Javier Fernández Jiménez

En otros tiempos fue un hombre afortunado, teniendo en gozo, o al menos, una vida digna, cuyos afanes quedaron el balde por razones injustas, y todo aquello que tantos le supuso sudores y horas de trabajo al frente de su empresa se esfumó en un abrir y cerrar de ojos.

De toda aquella vida que tuvo, ahora sólo le quedan los recuerdos. Pero afronta el presente con dureza y gallardía. Durante mucho tiempo -casi unos veintitantos años- llevó una empresa de pintura en las Islas Canarias; oficio que heredó de su padre, y buena parte de su vida supo administrar con responsabilidad.

Ocurrieron diversas circunstancias que truncaron todo aquello; mucho antes de la crisis sistémica de 2007, su oficio le llevaba de un lado para otro, estucando una fachada, pintando un edificio y otro por aquí y por allá. Su empresa estaba constituida por 20 trabajadores, y, como buen gerente que era, al mes llegaba a pagar unos 6.000 euros en el seguro de éstos; con más o menos denuedos, los conseguía pagar.

Llegó un día en el que topó con un hombre, un rufián con labia y con mucha pillería; éste le propuso trasladar su empresa a Murcia. Y ante ello no tuvo reparo. Nunca hubiera pensado que eso lo llevaría a la ruina.

Porque en el momento menos inesperado todo dependía de una brizna, que al romperse dejó añicos todo lo que fue, todos aquellos años trabajando como pintor, siendo autónomo y haciendo grandes escollos para tirar adelante. Aquel trabajador se lo cameló a base de triquiñuelas, se apropió de la fortuna y de los bienes de la empresa; consecuencia, pues, que le provocó fuertes crisis de ansiedad, alteraciones en el sueño, un pertinente malestar a cada momento. Tuvo un percance por el que estuvo en coma unos meses. Más tarde empezaron los problemas económicos a punzar día a día, y por tan sólo, unos 20.000 euros de deuda con el banco, fue deshauiciado y viéndose obligado a vivir en la calle.

Y es una gran verdad que la confianza acribilla al hombre antes o después, porque hay personas que se te cruzan en tu camino y dejan un bonito recuerdo, pero, otras, sin embargo, te pueden dejar con una mano delante y otra detrás. Ahora malvive como puede en la más absoluta penumbra de una bocacalle, indiferente ante los ojos de los transeúntes.

Viste con pantalones vaqueros desteñidos, camiseta negra, sus zapatos deslustrados, su gorra, tiene algunos dientes mellados, una barba canosa -no por la higiene sino por los años-, bastante delgado perno no desnutrido, con una mirada fija y serena pero no entristecida, y sobre todo esboza de cuando en cuando una sonrisa al hablar.

Convive con su compañero de viaje, Rayo: un perro dócil, leal, benévolo y cariñoso más que cualquier persona. De no ser por su perro poco le hubiera importado haber dejado su vida pendida de una soga, o haber hecho cualquier acto que le lleve a cerrar los ojos para siempre. Puede que, el haberle visto los ojos al lobo, lo haya endurecido a base de sufrimiento y calamidad. Así pasa los días, no melancólico sino en la indiferencia, y siempre en el mismo lugar: una esquina.

A pesar de vivir entre penurias no ha perdido la cordura. En ningún momento desvaría, ni acaba comportándose como un destartalado. Tiene cinco hijos y una nieta. No sabe si algún día volverá a sentir un abrazo de uno de sus hijos, o un beso de su nieta. De ser otra persona ya lo hubiera dado todo por perdido, pero él no: afronta el presente con dureza, sobre todo con los ojos muy abiertos, con una visión nítida sobre la realidad de la vida, del día a día, de todo cuanto ocurre a su alrededor. Aunque vive en la indigencia no siente aversión hacia la sociedad, ni al gobierno, ni al Estado, ni tampoco al tipo que le destrozó la vida y por el ahora vive como vive.

Lo único que le repudia es el egoísmo del dinero. Procura no decir en boca expresiones como “lástima”, “sentimiento de pena”, “probrecico”, porque ya sabe que estos términos quedan en palabrería pura y dura. Sabe perfectamente que la gente o, la mayoría, no empatiza con él, que muchas personas no conocen la adversidad, ni la pobreza, ni la falta de víveres. Además de esto, tiene que aguantar ciertos insultos de la gente, tales como “búscate la vida”, “gandul”, cosas por el estilo.

Cada vez que voy por Gran Vía, me paro en esa esquina que le sirve de hospedaje y charlo algo con él, la gente se nos queda mirando con cara de asombro. Y entonces uno se da cuenta que lo peor para cualquier ser humano, es la indiferencia.

Precisamente esa zona de confort en la que vivimos a diario, hace que nos sintamos indiferentes hacia muchas cosas: al panorama, a las felonías del sistema, al envilecimiento de una sociedad que no saca precisamente lo mejor de un hombre o de una mujer. Pero entonces cuando el asunto cambia, y somos nosotros los que estamos viéndole las orejas al lobo, esperamos que alguien simpatice con nosotros, o bien que la empatía del prójimo, sea la que no ayude.

Ese es nuestro porvenir, esto es, una sociedad cada vez menos empática, si es que la sociedad o la gente entiende la empatía desde la práctica y desde los hechos, porque aprecio cada día más que el ser humano va viendo menos empático, menos compasivo, (aunque depende de la persona); esa burbuja que hemos creado no sé muy bien el porqué, de que cada velero que aguante su mástil y cada uno se las arregle como pueda. Y cuando le vemos las orejas al lobo, otro gallo nos canta. Pero como él mismo diría. “Si el mundo no quiere saber nada de mí, yo tampoco quiero saber nada del mundo”. Es la pura cordura. No podría decirlo mejor.

Y uno va apreciando a diario, que la sociedad española no es precisamente empática, claro que, por razones históricas, nunca lo ha sido; desde la Inquisición, especialmente por el San Benito, incluso por el Franquismo, hemos ido viviendo en la más pura apatía, juzgando al otro, linchando al prójimo sin importarnos su pellejo, sin ponernos en su lugar, y frente a eso, vilipendiamos si no físicamente sí al menos por medio de la palabra, sin saber lo que hay detrás de la otra persona, razones que le llevan a vivir como vive o hacer las cosas que hace.

Claro que también es inevitable la exclusión hacia el débil, o hacia aquella persona que rompe la norma social. A veces ocurre por inercia sociológica, y otras, sin embargo, por la falta de consideración.

Muchas veces me preguntó hasta qué punto es cierto la idea de Rousseau, de que el ser humano es bueno por naturaleza; a la vista de que la sociedad nos obliga a actuar muchas veces en contra de nuestra voluntad. Y si llega la circunstancia antes o temprano, en la que le vemos las orejas al lobo y tenemos a nuestro alcance el peligro, la miseria, el horror y la fragilidad, expuesto al declive en muchos sentidos, entonces somos más conscientes de valorar aquellas cosas que, durante la mayor parte del tiempo, nos fueron indiferentes, ajenas por completo en nuestro día a día. Por eso creo que hay momentos donde se hace necesario verle las orejas al lobo, verse en el ojo de huracán y desvincularse de todo lo fungible y material, y poder resarcirnos más nobles, más solidarios y más comprometidos con los débiles. Pero no es para persuadir este texto. Me refiero más bien a que la fragilidad nos aguarda en cualquier parte, y entonces ya no somos los que señalamos sino los señalados. Como el hombre cuya sombra no traspasa de una esquina.

Veremos a ver, dónde acabamos más de uno.

 

 

 
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