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Hoy es Miércoles 8 de Mayo de 2024  |  

Los títeres de las masas

 
 

Luis Javier Fernández Jiménez

Normalmente suelo ver poco la televisión por el sencillo motivo de que, si me tengo que contaminar mentalmente por algo, que sea de una forma digna y honrada a través de las páginas de un periódico o de un libro, porque hasta el momento la Literatura me vacuna frente a todo tipo de ideologías y me sirve al mismo tiempo como un eficaz analgésico para cualquier clase de fanatismo o de cerrilidad.

De las pocas veces que suelo verla, veo canales y programas cuyo propósito es un buen nutriente para aprender, para empaparme de otras historias no convencionales y de documentales que no vería cualquier persona, dado que la televisión, un fenómeno de masas sin demora para embaucar a la audiencia, pocas veces se preocupa de enriquecer la conciencia de los espectadores -si acaso resulta conveniente- que los espectadores sean librepensadores. Porque en la mayoría de los casos, como es obvio, la televisión alimenta el fanatismo y la estupidez.

Esa “caja tonta” que, al menos, en este país, sirve de una manera extraordinaria para el entretenimiento de la ciudadanía (por no hablar de la gran porquería que hay detrás de muchos reality shows) y, sobre todo, por la gran afluencia que atrae el fútbol, la gente es capaz de embobarse frente a cualquier canal de televisión, por muy bodrio que sea éste. Por esa razón, la mayor parte del tiempo, se desperdicia inútilmente viendo programas que sirven como entretenimiento, que engatusan a la audiencia llevando a cabo excentricidades que sobrepasan incluso la ética televisiva.

Especialmente ahora con el solsticio de otoño, la gente se vuelve más hogareña, razón que sirve, ciertamente, para el tumulto de canales y programas televisivos; un motivo por el que, miles y miles de personas, disfrutan con programas  cuyos protagonistas son los niños. Poco a poco la televisión ha ido convirtiendo a los niños en objetos de un producto irreductible, en el que a edades muy tempranas, utilizan -no se podría decir de otra manera- a niños y niñas para alcanzar grandes cuotas de audiencia; pues muchos de estos programas reversan su temática con el talento de muchos niños y alegan por ello que la sonrisa de la niñez es un tesoro para cualquier sociedad.

Claro que, por ejemplo, en otros países como en  China o Estados Unidos, el auge de estos programas llega a alcanzar niveles de audiencia desorbitantes. El problema no es ése, pues. El problema está en lo que subyace realmente: la utilización de niños como productos televisivos, lo cual supone, por tanto, convertir la niñez en un objeto de mercado, algo de lo que se sirven muchos canales y programas con el propósito de cifrar no sólo grandes niveles de audiencia, sino también enormes cantidades de dinero a costa de la imagen de los niños.

Y es que un niño de por sí, antes de cumplir los diez años, no dispone de mecanismos para defenderse, no tiene ni la suficiente autonomía ni un ego fortalecido para juzgar con sus propios criterios; mismamente por eso,  un chiquillo no es del todo consciente cuando su imagen sale en la pantalla del televisor, de cara a un público diverso, como para decidir por sí mismo el eco de su persona, de sus derechos infantiles y todo cuanto un niño es capaz de aportar a su entorno.

Se puede consentir que los adultos vendan sus intimidades, sus vivencias ante una cámara, porque eso sí, las desgracias ajenas son un buen resorte para los canales de televisión, con mayor o menor diferencia pero lo que más se vende mediáticamente son las intimidades de la gente, a precios equivalentes por los que una familia de Somalia o de Camerún pueden alimentarse durante seis meses. Pero servirse de un chiquillo para ahondar en sus intimidades frente a las cámaras, demuestra lo gilipollas que es este país.

No sé si algún espectador -un espectador con sentido común, claro-, no le repudia esa clase de programas en los que se les obliga a los niños a hacer un espectáculo de baile, se les exigen que canten canciones, que hagan concursos de cocina, que entrevisten a personajes famosos con melosas palabras, que cuenten chistes, que salgan disfrazados haciendo cualquier sketch, o que les pregunten lo que piensan de los adultos. Por lo visto, esta  serie de programas atrae a muchos vítores en países cuya fuente de entretenimiento no es otra que la televisión.

Y es altamente vergonzoso, pero sobre todo lamentable, que infamias como las que me refiero sean aplaudidas por la audiencia. Cuando ocurren cosas como éstas, ¿para qué sirven entonces los derechos de la infancia y del niño?, ¿de qué sirve que la sociedad abogue por la protección de los menores cuando tolera que los niños sean utilizados como productos televisivos?

Pero la paradoja está muchas veces, en el beneficio -principalmente económico- que se obtiene con la explotación de la niñez, esto es, en una parte del mundo se utilizan a los niños para la mano de obra barata, esclavizados muchas veces en trabajos insalubres por las multinacionales, mientras que en la otra parte del mundo,  los  niños sirven como productos de un mercado que busca a tientas la docilidad de éstos, de los cuales se intenta hacer verdaderos títeres de la televisión, con el fin de entretener a las masas como verdaderas ovejas de un rebaño.

Tal y como dice el protagonista de mi novela El camino hacia nada: “Mucha magia y mucha dulzura tienen los niños por ser niños, como para no dejarlos que disfruten de su niñez”. En fin… Dicho lo cual, para entretenernos ya está el niño que todos llevamos dentro.

 

 
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