La señora Fina
Cuando la recuerdo, me parece verla andar con su pasito menudo y decidido caminando por las anchas aceras del Paseo de la Asunción. Era una mujer jubilada, perteneciente a ese grupo de personas que ahora se llama tercera edad. Aunque había nacido en el pueblo, había pasado toda su juventud y madurez en Barcelona, donde marchó muy joven para trabajar en una fábrica de tejidos. Después estuvo de artista; corren rumores de que fue mujer de “vida alegre”, pero lo único cierto es que había vuelto “para morir donde había nacido”, por ese ancestral instinto que todos llevamos dentro, y que no deja de manifestarse desde lo más profundo de nosotros. Es unas veces un aletazo suave de nostalgia; es otras una ansiedad y añoranza irresistibles, pero en verdad es un sentimiento del cual no podemos liberarnos totalmente desde el día que partimos de “la patria chica” anhelando siempre volver a ella, al menos para morir en paz o encontrar un poco de compañía y consuelo en esta difícil etapa de la vida que es la vejez, cuando más se necesita un poco de cariño, de ese cariño que a veces no se encuentra.
Vivía la señora Fina en la planta baja de un moderno edificio de tres plantas. Se pasaba el tiempo bordando detrás de los visillos de su ventana y no había transeúnte que escapase a su mirada curiosa, pues siempre que escuchaba pisadas sobre los adoquines, apartaba tímidamente el visillo ¿A quién esperaba? ¿Tal vez esa visita que nunca recibió? Su mejor amiga era una vieja radio que siempre tenía puesta.
Era evidente que había sido artista alguna vez. Recuerdo que la conocí en el banquete de una boda, durante el baile. Estaba bailando con un chiquillo y marcaba los pasos del baile entonces de moda, “la yenka”, con una precisión y destreza inigualables que solo eran propios de una persona que hubiera tenido por profesión este tipo de cosas.
A pesar de la indiferencia de sus vecinas –en las que no hallaba ni un asomo de simpatía, ni una pizca de correspondencia-, la señora Fina vivía desentendida y feliz agarrándose a lo poco que la vida le daba: cuidando los geranios de la galería, escuchando su radio a todas horas, barriendo la acera y rociándola con agua fresca. En verano, cuando estaban las ventanas abiertas y bajadas las persianas, se la oía tararear con una afinación perfecta:
¡Qué bonita es Barcelona
La ciudad del Tibidabo…!
Cantaba canciones en las que se advertía la nostalgia que sentía por los felices días pasados en Barcelona, aquella ciudad que tanto había significado para ella y que en justa correspondencia ella tanto amaba, aunque no tanto como a su querido pueblo natal, Jumilla.
En varias ocasiones había contado a sus vecinas cosas que unas veces habían pasado realmente y otras en cambio las contaba como si hubieran sucedió de la forma que las imaginaba o deseaba que hubieran sucedió. Unas revividas, otras imaginadas, aquellas confidencias no eran tomadas por fanfarronadas muy propias de una anciana que se siente sola y necesita de vez en cuando de la compañía de alguien que le permita fantasear un poco ¡Tampoco es necesitar gran cosa!. Pues bien, el hecho de decir que había conocido a tal o cual personaje ilustre, o que en determinada ocasión en la que había asistido a una cena de gala, fueron servidos los postres en bandejas de plata, sólo servía para incrementar un poco la envidia de quienes la escuchaban, aumentando así el espacio que las separaba.
Tenía una sobrina de la que nunca hablaba, que tenía dos niños, pero estaba separado del marido y vivía con otro hombre, cosa que la señora Fina no veía con muy buenos ojos porque era una defensora acérrima de la familia tradicional y casi no hablaba de ellos y en las pocas ocasiones que lo hacía no demostraba el menor entusiasmo.
Pero da tantas vueltas la vida, que un día…
Las ventanas de la casa que acostumbraba a abrir muy temprano, permanecieron cerradas toda la mañana, la calle no fue barrida, ni la acera rociada con agua fresca. El primer día nadie lo advirtió, pero el segundo ¡qué extraño!, no fue a la lechería donde aún le guardaban la leche del día anterior, ni respondió a la llamada del panadero que el día anterior pensó que no necesitaría pan. Pero ya dos días… y sin embargo, el timbre sonaba… Una carta de propaganda que había introducido el cartero por debajo de la puerta la víspera, podía verse y los visillos ni se habían movido, ni la habían visto salir a la calle con el pretexto más insignificante para intercambiar alguna palabra o frase intrascendente con cualquiera. Todo resultaba muy raro…
Aquel atardecer. Una vecina, la señora Dolores, decidida donde las hay, convocó a todo el vecindario y llamaron a la guardia civil que entró en su domicilio forzando una ventana de la galería.
La encontraron tendida en el suelo, casi fría. Había sufrido una embolia, o una pequeña parálisis, eso es lo que dijeron. Fue ingresada rápidamente en un hospital, en la unidad de psiquiatría. Nadie supo exactamente lo que había pasado. Mejoró rápida e increíblemente y varios días después vino su sobrina y se la llevó a vivir con ella; dijeron que hasta que mejorase lo suficiente, pero lo cierto es que ya no quedaría en condiciones de poder volver a vivir sola.
A pesar de todo, la señora Fina volvió un día al pueblo. Ya no vivía sola; fue ingresada en una residencia, nombre con que disfrazaron lo que no era más que un asilo, palabra cruel con la que designan a ese lugar las personas de conciencia anestesiada que son las que llevan allí a sus viejos, alegando que sus muchas ocupaciones no les permiten atenderlos, o que viven en un piso muy pequeño y que allí están mejor porque pueden hablar con alguien de su edad y estarán mejor atendidos. ¡Qué ironía!
Algunas tardes, cuando hace buen tiempo, la señora Fina sale a dar un paseíto con su pasito menudo y ya menos decidido, su pañuelo verde de seda gastada cubriéndole la cara, a veces se queda mirando con nostalgia la que fue su casa cuando aún tenía fuerzas para cuidar de si misma, donde fue feliz, con sus sueños, sus geranios y su canario.
Ahora ya no le queda nada de eso, sólo sus recuerdos que desfilan febriles por su mente, mientras el piano del salón de la residencia desgrana las notas de una vieja y melódica canción, notas que parecen decir:
¡Qué bonita es Barcelona
La ciudad del Tibidabo….!
¿Qué sociedad es ésta en que vivimos, que niega el cariño a quienes más lo necesitan?
Publicado por: Juan Castellanos Gómez
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Ha la Madridddd no te confundas el Barça esta esperando al Madrid para machacarlo y por tres veces jajajajja infeliz veras que porrazo te llevas jajajjaja
4-0 el Real madrid esta esperando al barsa para machacarlo
Sensacional
la triste realidad de las personas solas
Me ha gustado mucho la verdad.