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Artículo de Opinión: “Estado Fascista”

 
 

Por Antonio Toral Pérez

Vivimos tiempos en los que la hipérbole, la exageración permanente, parece haberse puesto de moda y asentado en forma habitual de comunicación entre nuestros políticos. Políticos que cuentan con importantes grupos asesores y que saben que la apelación a los sentimientos, a lo visceral por encima de ideas complejas que requieren de raciocinio, les puede producir importantes réditos. Hace tiempo que se nos dejó de hablar como ciudadanos adultos, pero la escalada verbal simplista e hiperbólica parece no acabarse ni tener un límite definido. Lo peor de todo esto —que puede entenderse dentro del juego político— es que no son pocos los ciudadanos de a pie que han comprado este discurso, y no sería capaz de enumerar las veces que en redes sociales y en pequeñas discusiones he leído eso de que vivimos en un Estado fascista. Y a mí, que he nacido y vivido en democracia y que conozco algo de lo acaecido en el transcurso de nuestra triste y reciente historia, he de reconocer que escuchar con tal asiduidad dicho término me genera cierta preocupación. Pues bien, en un ejercicio de empatía ilimitado, sí, voy a ser yo mismo también el que haga mío y acuñe dicho término.

Por ello, vivimos en un Estado fascista que hace apenas dos semanas ha celebrado unas elecciones generales en las que han participado libremente más del 75% del censo de ciudadanos llamados.

Vivimos en un Estado fascista que, en virtud de dichos resultados, situará claramente en su cúspide a un gobierno de izquierdas sin que haya habido el menor cuestionamiento que vaya más allá de lo anecdótico y sin que haya habido el más leve enfrentamiento o altercado.

Vivimos en un Estado fascista que permite formar parte de la nómina del Congreso de los Diputados a formaciones políticas con un 4, un 2  e incluso un 1% del escrutinio. Formaciones políticas que serán determinantes en la gobernabilidad de todos los territorios y que, algunas de ellas, agravian permanentemente a las instituciones del Estado bajo la justificación de que son ellos los agraviados.

Vivimos en un Estado fascista que permite concurrir a dichas elecciones a ciudadanos incursos en procesos judiciales bajo la acusación de haber cometido graves delitos contra ese mismo Estado. Estado fascista que también permite concurrir a las elecciones europeas a fugados de la justicia repartidos por media Europa desde donde ultrajan permanentemente a ese Estado.

Vivimos en un Estado fascista en que el presidente de una comunidad autónoma o los regidores de algunos Ayuntamientos doblan el sueldo al mismísimo presidente del Gobierno.

Vivimos en un Estado fascista con una bandera fascista, obviamente. Bandera, previa al fascismo, curiosamente, al amparo de la que gente como yo ha nacido y crecido en plena libertad y con pleno respeto y uso de sus derechos fundamentales, sociales y políticos.

Vivimos en un Estado fascista que respeta escrupulosamente la libertad de reunión, manifestación, sindicación, huelga y tránsito. De no ser así, demuéstreseme lo contrario.

Vivimos en un Estado fascista en el que nadie me ha enseñado, ni incitado lo más mínimo, a odiar al diferente o al que piensa justo lo contrario.

Vivimos en un Estado fascista lleno de médicos, cirujanos, maestros, fuerzas de orden público y miles y miles de héroes anónimos dispuestos a dar lo mejor en beneficio del bien común y del necesitado.

Vivimos en un Estado fascista al que las clasificaciones internacionales lo sitúan en entre los cinco primeros para ser mujer y el mejor del mundo para nacer, vivir…

Vivimos en un Estado fascista, obviamente.

En fin, podría seguir, pero la lista sería prolija y casi interminable. España se parece mucho más a un Estado enclenque que se ha ido dejando desmontar poco a poco, que no ha sabido, o no ha querido, afrontar ciertos desafíos a su debido tiempo, que a un Estado autoritario. Desde mi perspectiva, y creo que la de muchos, vivimos tiempos capitales en que, más allá de otras trascendentales cuestiones, nos jugamos la más importante de todas ellas: la convivencia entre los ciudadanos.

Por ello pido, por favor, moderación a nuestros dirigentes políticos y —sobre todo— que la gente de a pie no compre el discurso a los más reaccionarios y exaltados. Flaco favor hacemos a la historia y a los que de verdad fueron represaliados y víctimas del fascismo banalizando y blanqueando una parte tan tétrica de nuestro pasado.

Qué duda cabe que nuestra democracia –como la de cualquier otro país desarrollado– es imperfecta; que los poderes económicos y fácticos siguen ahí y tratan de influir en la agenda política y social de los gobiernos. Pero llamemos a las cosas por su nombre. La precariedad laboral es precariedad laboral. La corrupción política es corrupción política. La injusticia social es injusticia social. La parcialidad de la Administración en su actuación en nuestro país, a día de hoy, tendrá mil nombres, pero no se acerca ni de lejos a algunos de los adjetivos descalificantes a los que se recurre a menudo.

La lucha del ser humano por su integridad intelectual y vital es permanente e ilimitada. Por ello, y casi rozando las 40 primaveras, puedo decir que he nacido, crecido y vivido en un ambiente afable que me ha permitido progresar como individuo. He crecido en paz y libertad, sin necesidad de odiar a nadie por sus ideas y pensamientos y no me conformo con nada distinto para mis hijos.

Lucharé por ello y les enseñaré a hacerlo. Y a distinguir el grano de la paja, ya que, por desgracia, en España «más de un político español es tan corto de luces como largo de ambiciones».

 
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