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La Amalgama, por Bartolomé Medina: “En torno al Iberismo”

 
 

Como viene siendo habitual en este país balompédico antes que enciclopédico, el fútbol ha llevado recientemente a la escena pública una cuestión que permanece enterrada -y lo seguirá estando pasados los fuegos fatuos- el resto del año. El bisoño presidente Pedro Sánchez patinaba en una de sus urgencias verbales al afirmar en Marruecos que había llegado a un acuerdo con este país y con Portugal para organizar el mundial de fútbol en el año 2030. Tras conocer la noticia el 19 de noviembre, el presidente luso Antonio Costa, negaba tener conocimiento de tal propuesta (ver enlace). Con motivo de  la cumbre hispano-lusa, Costa sería informado oportunamente suturando el desliz. Finalmente, días después, los tres países cierran el pacto para la organización del evento por el evidente interés económico y propagandístico que ello supone. En las pantallas de televisión aparecía un señor de pelo canoso, tez morena y aires de saludable madurez que aprovechaba para incidir en algunos aspectos incómodos de las relaciones entre los dos países ibéricos. Muchos españoles aprendieron en ese momento el nombre del presidente de Portugal -algunos descubrieron incluso que Portugal tenía presidente-; unos pocos lograron añadirlo a la lista de presidentes mundiales de países lejanos que se saben de carrerilla, a saber: Nicolás Maduro, Donald Trump y Ángela Merkel.

Y es que Portugal es un país lejano para España, una circunstancia abonada por los siglos y por los intereses políticos de terceros, en especial el Reino Unido, y por la falta absoluta de voluntad de los sucesivos gobernantes. Muchos han sido los actores particulares que han intentado cambiar esa circunstancia, con muchas ganas y poco éxito. Existió un movimiento organizado llamado Iberismo que tuvo cierta influencia en el siglo XIX, sobre todo tras el impulso del diplomático Sinibaldo de Mas y Sanz, que al menos consiguió que una idea difusa penetrara en el granítico escudo ibérico, como los dedos de una bruma matinal: la unión política de España y Portugal.

Días antes de la breve polémica mundialista, el sábado 18 de noviembre, César Antonio Molina, que fuera en su día Ministro de Cultura, elogiaba en una entrevista radiofónica la iniciativa del Iberismo. Recordaba a grandes iberistas españoles, como Miguel de Unamuno, y portugueses, como el Nobel José Saramago, a quien conoció personalmente. Lo mejor de la intelectualidad española y portuguesa de principios del siglo XX ha sido más o menos cercana al Iberismo, caso particular el de Valle-Inclán, que lo defendió activamente. De alguna forma, la generación del 98 fue también iberista. La postura oficial de ambos países, en cambio, marchaba por otras lindes. Comentaba César Antonio Molina que los educadores portugueses tenían prohibido enseñar el nombre de las reinas portuguesas que también lo hubieran sido españolas, simplemente se las borraba de la historia. Un nacionalismo pacato y servil se instaló durante siglos en el estado luso. Con la entrada de ambos países en la Unión Europea, la situación no mejoró, pasando a ser de una ignorancia amable verdaderamente patética, apenas unos amagos de amistad en la época de los presidentes Soares y González y después la inercia de ambas democracias borró los pasos dados entre las fronteras. Cuando toda Europa se sorprendió u alabó los avances económicos conseguidos alejándose de políticas de austeridad (ver enlace), que el nuevo gobierno de izquierdas portugués nacido de un pacto entre socialistas, comunistas y verdes en 2015 había conseguido, la reacción del gobierno español fue de escepticismo, incluso de hostilidad. Es cierto, a nadie le gusta que le dejen en evidencia, y menos si lo hace el vecino.

El domingo 18 de noviembre, mientras los líderes políticos dirimían sus inconexiones balompédicas, miles de extremeños se volvían a manifestar (ver enlace) por un tren digno para la Región. Las condiciones de la comunicaciones de Cáceres y Badajoz son a todas luces insultantes. Estas dos provincias ricas en recursos naturales pasan por ser las peor comunicadas de España junto a Teruel. Su pecado es ser fronterizas con Portugal. Cuando uno se adentra en aquellas tierras viniendo de Levante empieza a sentir una sensación de lejanía, de estar en un lugar remoto, apenas hollado . Quizá ese efecto de ve reforzado por la feracidad del paisaje, la pureza de las dehesas de encinar, pero resulta llamativo constatar que la zona que nos parece más alejada (la zona norte de Cáceres, donde se encuentran ubicadas las míticas Hurdes, esté relativamente cerca de Madrid. Bordeando Gredos; el viaje en coche apenas supone dos horas y media hasta Plasencia, la capital del norte de Extremadura.

Ni Cáceres ni Badajoz, que son las dos provincias más extensas de España, tienen aeropuerto. En una geografía institucionalmente normalizada, uno de los primeros trenes AVE que se hubieran proyectado sería el que uniera Lisboa con Madrid. El proyecto sigue en el alero, pero el propio Antonio Costa sostiene que no puede hacer frente al proyecto de momento. En la reciente cumbre hispano-lusa, sin embargo, Costa admitió algo que para cualquiera es evidente; el subdesarrollo en que viven las zonas fronterizas entre ambos países es una anomalía, porque la lógica impone que esas franjas sean regiones de fuerte intercambio económico. La situación es histórica, en su último libro de viajes, Las rosas del sur, Julio Llamazares recuerda las distintas extremaduras: la leonesa, de la que ha heredado el nombre la actual y que se ubicaba en el Reino de León, la soriana y la portuguesa, llamada Estremadura (p. 136). Todas fueron fronteras del Duero, zonas alejadas y despobladas. Si recorremos la zona limítrofe al norte de la Sierra de Gata nos encontramos con parajes que tienen un halo de lugar remoto: Campo de Aliste, Campo de Villafáfila, Sanabria, La Cabrera… comarcas todas apenas transitadas a pocos kilómetros de la raya de Portugal. Hay una especie de autismo mutuo instalado en ambos estados, que viven de espaldas uno al otro mirando a sus respectivos mares. Si pudiéramos dividir la Península en dos grandes zonas podríamos hablar de una Iberia atlántica y una Iberia mediterránea con un enorme interland castellano en el centro. O quizá no sea eso, quizá sea algo más profundo y desasosegante.

Una fuerza centrífuga parece haber animado a España -y a Portugal– desde tiempos inmemoriales, como si los habitantes ibéricos quisieran huir de ellos mismos, primero hacinándose en las costas, después saltando al mar incógnito, escapando de la miseria y el hambre. Al mismo tiempo, por fuerza de un estado fuertemente autoritario, se creó un movimiento contrario, una fuerza centrípeta que generó ese gran ombligo negro lleno de borra del pijama de provincia llamado Madrid. Iberia vive tensionada entre ambas fuerzas, marcada por nacionalismo fuertes que tienen mucho que reprocharse y muy poca voluntad de ofrecer. Bien claro vemos el gran negocio político que esos movimientos representan en todas las partes de la geografía española (exceptuando precisamente los territorios deprimidos de la raya de Portugal, de Tuy a Ayamonte) y el interland celtibérico. Con este panorama, es difícil que un movimiento integrador como es el Iberismo tenga repercusión en Portugal o en España; digamos que no es un buen negocio. Sin embargo, casi el 80 % de los portugueses (ver enlace) desea la unión con el país vecino, y otras encuestas revelan que más de un 40 % en España opina lo mismo. Solamente en torno a un 30 % de los españoles y portugueses se oponen a la unión, según un estudio conjunto de la Universidad de Salamanca y el Centro de Estudios de Sociologíia de Lisboa.

Los españoles giran su mirada escandalizada hacia Cataluña, donde la mitad de la población porfía por escapar, en una clara demostración de pulsión centrífuga. Mientras, al otro lado, los portugueses quieren la unión y los habitantes españoles de la frontera saben que les beneficiaría. ¿Fuerza centrípeta? Ni mucho menos, no les interesa Madrid, simplemente dejar atrás de una vez una frontera absurda que sólo trae desventajas y subdesarrollo. Los ciudadanos lusos no tienen problema en que Madrid sea la capital, no les importa; incluso, aunque prefieren Iberia, no les molesta la denominación de España como nuevo estado. La lógica impone que un Estado Federal Ibérico sería la solución ideal. Hay dos problemas: uno, los españoles sólo quieren ser españoles, y nada más, un fuerte sentido de la patria mal entendida les hace sospechar que la entrada de Portugal podría diluir sus esencias; dos, solamente el 3,3 % de los portugueses aceptaría la monarquía, su modelo es la república federal. Visto el panorama, tal día como hoy en el que las naciones votan por separarse y la Unión Europea oficializa la segregación del Reino Unido, el Iberismo permanecerá como un residuo, un recuerdo de lo que pudimos tener, y la República Federal Ibérica seguirá siendo la idea excéntrica de unos cuantos iluminados.

Bartolomé Medina

 
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