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Hoy es Jueves 18 de Abril de 2024  |  

Más allá de lo bonito y feo

 
 

Luis Javier Fernández Jiménez 

Hace unos días asistí a un concierto de una orquesta sinfónica en el auditorio de Cartagena, la cual, dentro de su repertorio interpretaba Noche en los jardines de España de Manuel de Falla (1876-1946). El acto era un homenaje al gaditano compositor dentro de un ciclo sinfónico: un evento que por lo visto había atraído a una afluencia de casi todo el Levante. El público asistente se acomoda en las butacas.

Pronto entran los músicos al escenario y poco después se dispone el concertino a prolongar su arco por las cuerdas de su violín, dando un la como referenciapara la afinación del resto de instrumentistas.  Transcurridos unos segundos, sale entonces hacia la tarima el director de la orquesta en medio de un clamoroso aplauso. Comienzan los primeros acordes y las primeras notas del piano.

Cuál es mi sorpresa que al lado mío, se encuentra un caballero de mediana edad, de buena presencia: chaqueta de raso, encorbatado, aparentemente modesto. En el transcurso de la obra comienza a abanicarse con el programa, o con el folleto del concierto. Y al cabo de unos minutos empieza a emitir reproches en contra de la música –y no es que fuera por la mala interpretación de la orquesta–. Murmura incesantemente.

Masculla mientras se reclina en su butaca. Se pone a hablar en voz baja para sus adentros; y no me queda más remedio que mirarlo y decirle, de la manera más educada–: “¿Perdone caballero, le ocurre algo?”–. A lo que responde él por su parte, con cierta sorna–: “Esto es pa-dormirse”–. Dicho lo cual añado–: “Nadie le obliga a asistir a este concierto”–. Y en voz muy baja, me susurra–: “Sí, mi mujer”–.

El hombre perfila entonces una mueca en sus labios y no puede contenerse la incomodidad de verse allí. Claro, que, cuando uno asiste a un concierto de música clásica, lo menos que puede hacer es tener un mínimo de educación, tanto a los músicos como hacia la persona que se encuentra sentada a su lado. Minutos después, el caballero se pone a mirar la pantalla de su móvil, con ese cliqueo que emite un teléfono móvil cuando se escribe por whatsapp, y espeta al cabo de un rato con voz trémula sin ningún reparo–: “Esta música es muy fea como para que atraiga a tanta gente, pero oye, para gustos los colores”–.

Bien. Independientemente de los gustos musicales de cada uno, ¿alguien se ha parado a pensar la cantidad de horas, días, semanas, incluso meses que le supuso a Falla la composición de las armonías, disonancias, matices, y toda la instrumentación que conforman la obra? Cuando alguien, por ejemplo, acude al museo del Prado, sea por curiosidad o no, ¿es consciente de todo el trabajo que hay detrás de un lienzo de Velázquez, de Goya, Núñez del Valle, de Vidal o de Sorolla?

Cuando una persona asiste a una obra de teatro, independientemente de sus preferencias, ¿se para a pensar en la cantidad de trabajo (reparto de papeles, escenografía, vestimenta, y todo lo puesto en escena), como para acuñar una crítica tan elemental “los actores por lo menos se defienden…”, “pues no está mal…”, “me parece buena obra, aunque entra dentro de lo corriente…” o “me parece una mala interpretación”?

Igual se podría decir respecto a una proyección cinematográfica, o incluso el ahínco que hay detrás de una monografía, un ensayo, un poemario o una novela. Y, claro, en base a esa tendencia de que todo el mundo puede dar su opinión de las cosas, de que todo el mundo cree emitir un juicio relevante ante cualquier fenómeno, sin tener la más mínima y remota idea de lo que hay detrás de todo eso que juzgamos a simple vista, o por la simple apariencia, son muchas las personas que atribuyen calificativos desde la más absoluta pedantería y banalidad.

En términos generales, aunque tampoco es cuestión de generalizar, ¿alguien aprecia todo el trabajo que hay detrás de cada obra de arte, como para emitir un simple bonito o feo? Lo cierto es que la obligación moral de todo artista es la de no aburrir al espectador. Pero al mismo tiempo ningún artista asume el compromiso de complacer a todo el mundo. Nadie está hecho a la medida de nadie, como para tener que satisfacer las exigencias de la gente.

De todos los comentarios que podemos hacer al cabo del día sobre las distintas cosas que nos rodean, creo a pie juntillas que son muy pocos los realmente interesantes. No se trata de esquivar las críticas, como tampoco se trata de hacer caso a las opiniones de quienes menos saben  cómo funciona el tema. A veces me pregunto, ¿dónde está la diferencia entre un comentario o una opinión realmente útil, frente a un comentario ramplón y sin fundamento?

Sin embargo, muchos pensarán que al vivir en una democracia, todo el mundo está autorizado para dar sus opiniones y acuñar sus calificativos sin precepto ninguno. Paradójicamente, una opinión o una crítica sin ningún fundamento, no es más que una aglomeración de palabras, de vocales y de consonantes en la boca del emisor.

También es muy frecuente, que a veces se genere un conflicto dialógico acerca de qué gustos son los más acertados; y de la misma manera hay gente que defiende sus gustos por encima del resto, como si las preferencias de cada persona fuera lo convencionalmente acertado.

Y no menos repulsivo es la cuestión de etiquetar a la gente, a las cosas, a fenómenos cotidianos, porque si España debutara en unas Olimpiadas de Etiquetar no llevaríamos la medalla de oro sí o sí, cuando todo el mundo es capaz de dar cualquier calificativo, y muchas veces se hace por el simple hecho de definir las cosas, o por esa necesidad que tiene nuestro ego de establecer categorías y adjetivos frente a todo lo que nos rodea, y con frecuencia se hace, sin mirar más allá de un simple bonito o feo.

Quizás el tipo que he mencionado en los primeros párrafos de este texto, en su vida habrá visto, o mejor dicho, apreciado, la belleza y la expresión de una sinfonía, la relajación que transmite un preludio o un poema sinfónico de Falla, lo que simboliza un cuadro como el Guernica, Los fusilamientos del 3 mayo, la belleza literaria de unos versos de Lope de Vega, de García Lorca o de Machado.

Quizás en su vida tampoco haya apreciado una arquitectura como la catedral de Murcia, la suntuosidad de la Sagrada Familia, o la hermosura de la Alhambra, o del palacio de Carlos V, la ambrosía del Generalife o la belleza de una ciudad como Toledo, con todo lo que se esconde en la enigmática pintura de El Greco.

Y no me cabe duda, que, tipos como al que me refiero, los hay en abundancia. Pero claro, tengan en cuenta una cosa, ¿desde cuándo en un país como España el esfuerzo que se pone por hacer algo para los demás, tiene su reconocimiento, su recompensa y su gratitud?

 
 
 
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